Tejiendo Bikinis de ganchillo para las amigas

Edición: Psicóloga Carolina Guzmán Sánchez ||Encuentrame en Doctoralia
Modelo: Eli Luna || Fotografía: Carolina Guzmán “Alias”Carol J Angel

 

Manuela, ahora es feliz y acaba de encontrar el amor. Escucharla hablar es una maravilla. Además, está muy ilusionada porque a sus casi 70 años está aprendiendo a escribir. Es una mujer que ha sufrido mucho en la vida, pero que está llena de amor.

 

Manuela lleva a sus nietos cada tarde al parque. En el bolso lleva algo de costura para entretenerse. Últimamente está haciendo bikinis de ganchillo para sus amigas, y le salen realmente bonitos.

Mientras los críos se lanzan por los toboganes y compiten en los balancines, ella teje y piensa en su vida. La pobre, lo que ha sufrido no lo sabe nadie.

Su noche de bodas acabó en el hospital.

Se casó como se hacía antiguamente: un muchacho del pueblo la rondaba y fue a pedir su mano a su padre. Ella, apenas una niña, recién cumplida la mayoría de edad, le dio el «Si, quiero» sin haber cruzado una palabra directamente con él, sin haber estado jamás a solas, sin saber siquiera el tono de su voz. Era ese apuesto galán que la acechaba en las noches de verano desde la calle, bajo su ventana, que ella tenía siempre abierta para respirar algo de aire fresco en el calor estival. Ese joven de buen porte que pasaba por su puerta cuando volvía de faenar en la obra en invierno, sudado, con los brazos fuertes de cargar bloques.

Se casaron. Ella lo veía apuesto, fornido. Ella que no sabía del amor más que lo que le habían contado algunas amigas en susurros y conversaciones veladas.

Después de la iglesia fueron al convite, en el patio de la casa familiar, donde corría el vino mosto de la cosecha de aquel año con los aperitivos que la familia había preparado.

Manuela probaba algún buche de su vaso. Su marido en cambio, apuraba cada copa que quedaba a su alcance. 

«Es el día de nuestra boda» lo justificaba Manuela en su interior. «Es normal, no todos los días se casa uno.»

Ella se había imaginado que su hombre sería un caballero al que entregarse, a quien esperar con amor a diario con la comida en la mesa, preparando sus platos preferidos.

Manuela cosería y haría algunos vestidos como modista para alguna amiga de la zona, y así aportaría un ingreso extra al sueldo de él. Y también se haría sus propios vestidos, con telas estampadas llenas de alegría, para salir a pasear los domingos del brazo de su hombre.

Tras el jolgorio del enlace, los recién casados se retiraron a la habitación del hotel donde pasarían su primera noche como marido y mujer. Él quiso consumar el matrimonio, pero Manuela estaba muy nerviosa. No sabía lo que tenía que hacer, cómo ponerse, qué decir, o si lo que sentía era lo correcto. Porque ella sentía dolor.

A Manuela le quemaban los muslos, le ardía la ingle y sentía que su entrepierna se desgarraba con la brusquedad con la que él la buscaba. Se escabulló como pudo del peso de su marido embrutecido por el alcohol y se refugió en el baño. Cerró la puerta con el pestillo, llorando, mientras el miedo se apoderaba de ella. Era el miedo más desolador que había sentido nunca: estaba completamente sola a merced de un hombre violento que quería poseerla esa noche, y no podía escapar de él porque acababa de jurar ante los ojos de Dios que sería suya para siempre, hasta que la muerte los separase.

Manuela lloraba, y él aporreaba la puerta con violencia. Ella temía que la tirase abajo, así que finalmente accedió a salir cuando su reciente esposo le prometió que no le haría daño de nuevo.

Conforme abrió una rendija en la puerta, él la empujó y empezó a golpearla. Puñetazos en la cara que la desequilibraban, patadas en el vientre y en la espalda cuando estaba en el suelo, y tirones de pelo para levantarla de nuevo y volver a empezar. Cuando se cansó, la violó. Pero Manuela yo no podía sentir el dolor.

Esperó a que se durmiese, y se arrastró como pudo hasta el teléfono para pedir ayuda. En la ambulancia, camino del hospital, dijo que se había resbalado en la ducha.

 

Y así aguantó Manuela años de desprecios, insultos, golpes y amenazas.

 

Nunca una palabra bonita, un gesto de cariño, un detalle del hombre con quien se casó sin conocerle.

Tres hijos después, llegó un día en que él no volvió a casa después del trabajo. Era habitual en él salir el viernes y no volver hasta el lunes por la tarde. Esos fines de semana eran de tranquilidad en casa, a pesar de que el poco dinero que entraba se diluía en vino.

Tras una semana sin aparecer, Manuela cogió a sus hijos, un par de mudas, una hogaza de pan, y cerró tras de sí una puerta que jamás volvería a abrir.

Tiempo después le contaron que él pasa los días en la taberna del pueblo maldiciéndola, que duerme en la calle porque se ha bebido el dinero del alquiler de la casa, que perdió su trabajo por dejar de presentarse a diario.

 

Manuela no le desea mal, ella tiene un corazón noble y puro.

 

Y ahora, tranquila, en el parque, mientras sus nietos juegan, ella teje un bikini de ganchillo que quiere estrenar este fin de semana porque se va a la playa con sus amigas.

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Mujer, haz una pausa en tu camino y ¡déjate pensar! @Mujer_Pazcana;revistapazcana@gmail.com; 
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