Edición: Psicóloga Carolina Guzmán Sánchez ||Encuentrame en Doctoralia
Modelo: Eli Luna || Fotografía: Carolina Guzmán «Alias»Carol J Angel
La única causa que provoca una violación no es cómo te vistas. Es el violador.
Suena el despertador.
Como cada mañana, te levantas, vas al baño, te aseas, y buscas en el armario el outfit del día. Algo cómodo, versátil, y apropiado. Que sirva igual para ir a la oficina, para pasar a recoger a los niños del colegio y hablar con su tutor, y para hacer la compra en el supermercado antes de llegar a casa.
Hace calor. Es verano y las temperaturas suben.
Vistes con vestidos sueltos, ligeros, faldas de vuelo, shorts cortos con tops más arreglados y sandalias bonitas. Ropa fresca, suelta, cómoda, que permite transpirar y que deja piel al aire para contrarrestar la sensación de bochorno. Con el buen clima igual hasta has encontrado algo de tiempo para ir a la piscina o a la playa y broncearte, y la ropa fresca deja lucir parte de tu piel morena. Te ves favorecida, estás guapa. Te miras en el espejo, con tus brazos descubiertos, tus piernas suaves doradas por el sol, las mejilla sonrosadas, y el pelo más claro por el efecto del cloro y la sal de los baños veraniegos.
Estás muy guapa.
Sal a la calle a pasear lo bien que te queda ese estampado vestido nuevo con tus sandalias abiertas. Luces en tu hombro el tatuaje de tu juventud, que normalmente no queda a la vista, pero los finos tirantes de la ropa lo dejan hoy al descubierto. Hace calor, y cargas con el bolso, la funda del ordenador portátil y una bolsa de la compra mientras intentas alcanzar las llaves del coche o el teléfono móvil para enviar un mensaje de whatsapp.
Y en ese momento…
Nadie quiere que le pase algo así, y solamente de pensarlo ya se te corta el cuerpo y te pones de mal humor.
En ese momento, dos hombres te agarran, uno de cada muñeca, y un tercero les abre la puerta de un portal cercano.
Te preguntan que a dónde vas tan suelta, luciendo esas bonitas piernas. Te dicen que tu perfume les embriaga mientras hunden su cara en tu escote. Te tocan. Mientras dos de ellos te sujetan cada uno por un brazo, un tercero explora tu cuerpo. Un hombre desconocido, sudoroso, desagradable, con mal aliento y mal olor, el pelo graso y sucio. Sus dos amigos lo alientan, lo jalean, lo animan mientras te tapan la boca para que no puedas pedir auxilio. Uno de ellos puede que te esté amenazando incluso con un arma blanca.
Pasas el peor rato de tu vida, porque eres consciente de que son tres, y tu una solamente.
Te van a violar.
Los tres, uno detrás de otro.
Igual hasta varias veces cada uno.
Van a quebrar tu dignidad introduciéndose entre tus piernas, van a palparte sin tu permiso, van a tocarte el pecho y las nalgas mientras te tiran del pelo y sujetan más firmemente un cuchillo contra tu cuello para que no grites.
Entiendes que puedes salir viva de la situación intentando no oponer resistencia.
Les prometes, llorando, que no vas a gritar, pero que no te maten. Te golpean para asegurarse de que te dejan muy aturdida. Puñetazos en la cabeza que te desequilibran, patadas en el estómago que te dejan sin aliento.
Antes de irse uno de ellos te orina encima mientras los otros dos ríen su hazaña. Otro te escupe. El tercero masculla un «puta» con rencor.
Y allí te dejan, tirada, ensangrentada, rota, sucia, humillada.
Te arrastras como puedes hasta la calle. No tienes buen aspecto, y la gente que se cruza contigo no quiere pararse a socorrerte. Te miran con recelo, incluso con miedo, y aceleran su ritmo al pasar junto a ti.
Al fin das con alguien que se apiada de ti y te lleva a una comisaría de policía.
Al llegar intentas explicar entre lágrimas lo que acabas de vivir. El miedo. La incertidumbre, mientras ellos embestían una y otra vez, de no saber si te dejarían viva o te matarían después de haberse saciado. Los propios agentes de policía te llevan al hospital para curarte y poder tomarte declaración una vez tengan el parte médico. Al fin puedes llamar a casa para decir que ya estás a salvo.
Cuando al fin termina el calvario de recordar los detalles, describir el aspecto de esos hombres, revivir lo que te han dicho y lo que te han hecho, puedes marcharte a casa, a descansar, a intentar olvidar el trauma.
La policía, los médicos, tu propia familia, los amigos que saben lo que ha pasado, todos ellos te han preguntado lo mismo.
¿Qué ropa llevabas? ¿Cómo ibas vestida?
Y después de la experiencia que te ha tocado vivir, te queda la sensación de que has provocado que te violen y te den una paliza porque hace calor, y en el momento del ataque vestías una falda corta. Si vas provocando a los hombres, te puede pasar eso. Si enseñas demasiada piel, estás pidiendo que te violen.
Como si, después de todo, la culpable de lo que ha pasado hubieses sido tu.
La única causa que provoca una violación no es cómo te vistas. Es el violador.
Eso es lo que debes recordar.
Si eres capaz de volver a pintarte la sonrisa en la cara con labial rojo, y de no dejarte amedrentar a la hora de vestirte como quieras para salir a la calle, entonces todas habremos ganado una pequeña batalla de esta guerra injusta que libramos.
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